Todo aquel que haya leído los primeros versículos de la Torá, sabe que esas pocas palabras que explican cómo Dios llevó esta realidad a la existencia son fascinantemente profundas, sugestivamente crípticas, y se relacionan con preguntas que de manera innata nos atrapan: cómo fue creado nuestro mundo. La pregunta sobre el origen de nuestra existencia, del planeta al que llamamos «nuestra casa» y del universo con el que estamos familiarizados, es un interrogante que siempre ha atraído a los seres humanos de todas las épocas, de todas las clases sociales y a lo largo de toda la historia. Pareciera que Dios adaptó el cerebro humano de tal modo que por naturaleza nos vemos impulsados a cuestionar los orígenes de todo aquello que conocemos.
No hay otras palabras que hayan fomentado un mayor debate, ninguna otra frase que haya generado un discurso más inteligente, y ningún otro fragmento que haya suscitado tanta curiosidad como el relato bíblico del Génesis – el principio del universo.
El objetivo de este libro es analizar los primeros tres versículos de la Torá. En particular, la idea de creación ex nihilo (desde la nada) y los actos que llevó a cabo el Creador para preparar el planeta Tierra para sustentar la vida.
He dedicado tres capítulos a cada uno de estos tres versículos. Esto podrá parecerle excesivo al lector novato; sin embargo, quien ya ha avanzado en el estudio de la Torá sabe muy bien que un simple libro jamás constituirá una investigación exhaustiva de estos versículos. La Torá es como un mar profundo, rico en tesoros de sabiduría que yacen completamente ocultos hasta que uno se atreve a zambullirse en el agua. La mayoría de nosotros, entre los que me incluyo, apenas nos acercamos a la superficie del mar y logramos recoger algunos caracoles de la orilla. Isaac Newton fue quien mejor lo expresó: “Soy como un niño que juega en la playa, mientras que el gran océano de la verdad se extiende inexplorado ante mí”.
Tomemos como ejemplo de estas limitaciones otras área del saber humano, digamos, astronomía. No sería realista pretender que podamos comprender en una sola generación todo lo que hay para aprender en el campo de astronomía. El astrónomo tan solo articula la mejor explicación que es capaz de elaborar, dados sus conocimientos actuales y los límites de su herramienta principal: el telescopio. Del mismo modo, en el ámbito de la Torá, siempre se podrá ver más, o mejor. En lo que al estudio de la Torá respecta, se trata de una búsqueda eterna del conocimiento que está en constante evolución. En cada generación, toda persona que se empeñe en el estudio de la Torá, cuenta con el potencial para descubrir nuevos niveles de este Libro Infinito. Es cierto que nuestro conocimiento de Torá, nuestra inteligencia y nuestras capacidades cognitivas son insignificantes al compararlas con las de los Sabios del Talmud. En términos intelectuales, ellos eran como gigantes y nosotros como enanos. Jamás podríamos ver tan lejos como aquellos gigantes lo hicieron– salvo cuando decidimos subir sobre sus hombros. De esa manera seremos capaces de percibir tanto como ellos, o incluso más, en especial si estamos provistos de nuevas herramientas para realizar descubrimientos. Una de esas herramientas es la ciencia moderna.
Considera lo siguiente. Hace cuatro mil años, Dios bendijo a nuestro antepasado Abraham, y le garantizó que sus descendientes serían tan numerosos como los granos de arena en la orilla del mar y como las estrellas en el cielo. Esa comparación bíblica supuestamente desproporcionada de arena con estrellas podrá haber parecido desconcertante a los lectores y estudiosos de la Torá durante milenios. ¿Por qué? Porque hay diez mil granos en apenas un puñado de arena; millones en un metro cúbico y billones en un pequeño segmento de la orilla. Sin embargo, hay solamente mil y pico de estrellas visibles en el cielo más oscuro. Pasó mucho tiempo hasta se inventó el telescopio y el hombre fue capaz de adentrarse en el espacio profundo. Las estrellas pasaron de ser mil a ser millones, y luego billones. Por fin, en 1980, logramos comprender la precisión y la sofisticación de la bendición que Dios lo dio a Abraham, cuando Carl Sagan, probablemente sin percatarse de su contribución a la exégesis bíblica, declaró que la cantidad total de estrellas en el universo es similar, o mayor, a la cantidad de todos los granos de arena de todas las playas del planeta Tierra.
Así, muchas perlas de sabiduría que la Torá posee pueden permanecer latentes durante siglos, encapsuladas en palabras y frases tan avanzadas que recién ahora, en estos días privilegiados, podemos entender.
El Rab Eliahu Ben-Amozeg, entre otros, consideró que a medida que aumenta el entendimiento de la realidad física a nuestro alrededor crece nuestra comprensión de la Torá – en particular en el ámbito de la Creación. El Rab Ben-Amozeg explicó que los descubrimientos de Descartes y Newton en los campos de física y óptica sobre la naturaleza de la luz le permitieron a él llegar a una mejor comprensión del concepto de la luz en el texto bíblico: “A medida que se incrementa nuestro conocimiento [científico], aumenta nuestra elucidación y comprensión de las enseñanzas divinas [de la Torá], puesto que aquello que los hombres desconocían, hoy en día nosotros lo sabemos.”[1]
En la actualidad tenemos la fortuna de contar con grandes herramientas, tales como el conocimiento científico moderno, como la exclusión de la idea de un universo eterno, o el nuevo entendimiento de la ubicación privilegiada de nuestro planeta vis-à-vis el sol, o las teorías actuales que argumentan que la vida surgió primero del agua, etcétera. Sin duda, podemos utilizar estas herramientas para apreciar mejor la precisión y la extrema sofisticación del relato bíblico de la Creación.
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Sobre el propósito y la metodología de este libro. Muchos brillantes científicos y eruditos bíblicos, tanto judíos como no-judíos, elaboraron excelentes tesis, obras literarias y artículos para demostrar la armonía entre la historia bíblica de la Creación y la ciencia moderna. Yo no soy uno de ellos. En esta obra, la ciencia se utiliza solo en la medida que contribuye a la comprensión del texto bíblico, lo cual es el principal objetivo de este libro.
No obstante, aunque el propósito de este trabajo no consiste en demostrar la consonancia entre la ciencia y la historia de la Creación, a veces resulta que lo que hoy conocemos acerca de nuestro universo físico es compatible de manera extraordinaria con la narración de la Creación en la Torá. Como lo expresara Jorge Luis Borges, el universo y la Biblia son dos libros escritos por el mismo Autor. Tal vez no veamos que estas dos obras, Ciencia y Torá, sean compatibles, porque quizás no hayamos aún descifrado la realidad definitiva de cada uno de estos libros. Desde esta óptica, la falta de una total armonía entre estas dos obras se debe a las carencias del lector – o de los tiempos – y no a la de los Libros.
A diferencia de otras obras que consisten en interpretaciones bíblicas alegóricas o alusivas (remez, derash) las contribución principal de este libro deriva en su mayor parte del campo de la semántica hebrea (peshat). Tal como el lector pronto descubrirá, para entender estos versículos es obligatorio repasar el significado del texto bíblico sin confiar ciegamente en las traducciones convencionales de las Escrituras. Los dos primeros versículos, por ejemplo, fueron traducidos de formas tan distintas que me vi obligado a reexaminarlos palabra por palabra y hacer una distinción entre aquellas traducciones que fueron influenciadas por elementos teológicos externos (que de alguna forma se filtraron en las traducciones y la exégesis judaicas) y las auténtica tradición judía representada por las explicaciones que aportaron los Sabios del Talmud y la traducción Rabínica de la Torá al Arameo (Unquelós).
A fin de evitar leer la Torá para que ésta se adapte a lo que queremos que diga, en lugar de leer lo que el texto realmente dice, primero se debe comprender cada palabra el texto bíblico con precisión. Sólo después de lograr una traducción exacta de cada término, percibiremos que los conocimientos modernos pueden ayudarnos a elucidar aún más lo que la Torá nos señala. Un sinnúmero de aparentes conflictos entre la ciencia y la Torá se deben exclusivamente a una mala comprensión del hebreo bíblico y sus exquisitos matices.
El lector también debe saber que este estudio de los primeros tres versículos de la Torá no contiene ningún material esotérico (sod). El análisis místico de la Creación, es decir, el modo en el que el Creador llevó todo a su existencia y otros conceptos místicos profundos, van más allá del alcance de este humilde libro. Aquellos secretos ocultos de la Torá, aun cuando se conocen, no deben exponerse en un libro. De acuerdo con nuestros sabios, éstos deben transmitirse en forma oral y privada, de un maestro hacia el limitado público de un solo alumno.
Este trabajo está destinado para el lector que desea comprender qué significa este breve texto bíblico, tres versículos, cuando las palabras se contemplan desde la mirada de los Sabios del Talmud y los comentaristas clásicos, en especial aquellos exégetas expertos en gramática hebrea. A fin de comprender adecuadamente estos versículos, también hay que situarse en el contexto de la narración bíblica de la Creación en su totalidad. Es por ello que este libro también abordará lo que la Torá relata acerca del segundo, tercero y cuarto día de la Creación, para lo cual deberemos analizar qué fue exactamente lo que Dios creó en cada uno de esos días.
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En la primera parte de este libro exploraremos las ideas que transmite el versículo 1, en particular la noción de «Creación ex nihilo», es decir, la creación del universo a partir de la nada, mediante la voluntad del Creador Todopoderoso. Ésta es una creencia central del judaísmo. Analizaremos cuán capaces somos de comprender la idea de la Creación, un acto que ningún hombre ha presenciado, y hablaremos sobre los límites de nuestra imaginación. También veremos cuáles son algunas de las ramificaciones de la Creación, como la repercusión que el acto de Creación ex nihilo pudo haber tenido sobre la edad que hoy en día la ciencia le atribuye al cosmos y a nuestro planeta. El lector también descubrirá en el tercer capítulo de esta sección que sólo cuando la primera palabra bereshit se traduce con total precisión, el concepto de Creación ex nihilo se entiende sin ambigüedades.
El versículo 2 para mí resultó ser el más sorprendente y fascinante de la narración bíblica de la Creación. Debo reconocer que recién pude comprender el significado de este versículo mientras escribía este libro, y no antes. A menudo, el versículo 2 es pasado por alto o salteado del todo a la hora de parafrasear el relato de la Creación.[2] Para muchos estudiosos, quizá debido a las numerosas y radicalmente distintas traducciones que existen, el versículo 2 fue juzgado de manera injusta, como un paréntesis casi innecesario y superfluo entre el sublime versículo 1 y el ilustre versículo 3.[3] Después de leer cualquier traducción estándar, uno no puede evitar sentir que este versículo es confuso, por decirlo de alguna manera . En él, en las traducciones, encontramos conceptos como “caos”, un término teológico griego, “abismo”, una idea asociada a la mitología de la Mesopotamia,[4] y en especial “el espíritu de Dios”, una término con una connotación doctrinaria completamente ajena al judaísmo. Estas palabras tienen muy poco sentido para la tradición judía. En este libro analizo este versículo palabra por palabra, e intento dilucidar su significado con la ayuda de otros textos bíblicos – en particular el Salmo 104 – y las opiniones invaluables de los Sabios del Talmud, que aunque parezca mentira no fueron tomadas en cuenta por la mayoría de las traducciones convencionales.
Fue necesario un tipo de aproximación distinta para abordar el versículo 3. Las palabras de este versículo no representan un problema mayor en cuanto a su traducción. “Y Dios dijo: ‘Hágase la luz’, y se hizo la luz,” es más o menos el consenso universal sobre la interpretación de esta oración. No obstante, muy pocos estudioso de la Torá se detienen a considerar con mayor profundidad a qué clase de luz se refiere la Torá. ¿Se trata de una luz física, material, independiente que Dios creó en el primer día? ¿Será una luz simbólica, espiritual? ¿Una metáfora? ¿O quizá se refiere a la luz del sol? Y la pregunta más importante: ¿Cómo describieron esta luz los Sabios del Talmud, los herederos y portavoces de la tradición judía?
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Abrir la Torá y leerla debería ser suficiente para satisfacer nuestra curiosidad innata por encontrar respuestas acerca del origen del universo; al fin de cuentas, los primeros versículos contienen la versión de estos hechos narrada por Dios Mismo. Sin embargo, no es tan simple. Los primeros tres versículos de la Torá, que consisten de apenas 103 letras, o 27 palabras, tal vez sean las frases más conocidas de toda la Biblia hebrea, pero también las menos comprendidas. La Torá, deliberadamente, nos revela mucho menos que lo que nos oculta; y al final da la sensación de que uno acaba con más preguntas que respuestas.
Es por eso, querido lector, que ahora que este libro está en tus manos, si esperas que al terminar estas páginas sabrás con absoluta certeza lo que aconteció durante la creación del universo, este texto podrá no ser lo que estás buscando. Sin embargo, si deseas enriquecer tu conocimiento sobre lo que la Torá quizo revelarnos acerca de la creación del mundo, por favor, continúa leyendo.
[1] Em laMiqrá, página 4. Escrito y publicado por Eliahu Ben-Amozeg en Livorno, Italia, 1862.
[2] Aryeh Carmell y Cyril Domb, Challenge: Torah Views on Science and Its Problems, segunda edición. (Jerusalem: Feldheim, 1988), pág. 167.
[3] Nathan Aviezer, In the Beginning (New York: Ktav Publishing, 1997), págs. 31–33.
[4] Philip Freund, Myths of Creation (New York: Washington Square Press, 1965), págs. 11–12.