La historia de Caín y Abel es breve, pero muy precisa donde tiene que ser. Es el relato de la envidia, la rivalidad, la frustración y también —como quiero enfocarlo hoy— de la victimización y, tal vez, de la mala terapia.
Caín y Abel vivían en una constante conciencia de la bondad de Dios. La humanidad estaba todavía en un maravilloso estado de plena percepción de la presencia del Creador, invisible pero tangible, que proveía todo lo necesario para vivir. Esa conciencia llevó a los hermanos a comprender que, de alguna manera, debían agradecer a Dios por lo que recibían de Él. Así, según Shadal (Shemuel David Luzzato), nació la idea del sacrificio: una ofrenda —un regalo ofrecido a Dios— como expresión de gratitud.
Caín fue el primero en entregar su ofrenda. Trajo frutos de su cosecha, pues era agricultor. Luego llegó Hebel (Abel), que era pastor, y ofreció un animal. Dios aceptó la ofrenda de Hebel y rechazó la de Caín. ¿Por qué? De acuerdo con nuestros Sabios, porque Caín ofreció los frutos que ya no servían, los que habian sobrado o no tenían buen gusto, mientras que Hebel trajo la mejor parte de la carne que tenía: el mejor corte, y se lo ofreció a Dios.
Imaginemos dos personas que deben llevar un regalo a alguien que las ha ayudado mucho. Ambas tienen en su casa dos botellas de vino: una muy fina y cara, y otra de vino común, barato. El primero decide llevar como regalo la botella más barata: “Sé que tengo que regalarle algo al anfitrión —piensa—, pero no le voy a dar la mejor botella. Esa me la guardo para mí. Total, él no sabe que tengo otra”. El segundo, en cambio, razona: “Le debo tanto a mi anfitrión que quiero llevarle lo mejor que tengo”, y le lleva el vino más fino. Esa fue la diferencia entre Caín y Hebel.
Pero esta es solo la primera parte de la historia. Lo más interesante viene ahora.
Cuando Caín se dio cuenta de que su ofrenda fue rechazada, “se enojó mucho y se deprimió”. Entonces el Creador se acercó y le dijo: “¿Por qué estás enojado? ¿Por qué estás deprimido?”. Dios sabía perfectamente lo que le pasaba, pero aun así le preguntó. Fue un momento de terapia divina. La pregunta buscaba validar sus sentimientos, pero también ayudarlo a reflexionar, a expresarse, a hacer catarsis.
Y luego vino el consejo: “Si te esfuerzas un poco más, tu ofrenda será aceptada por Mí”. Con esas palabras, Dios le enseñó el valor del esfuerzo y de la gratitud. No porque Dios necesite sacrificios, sino porque el ser humano necesita ser agradecido para valorar lo que tiene y poder crecer. Le ofreció no solo consuelo, sino también una oportunidad de superación. Caín tendría que haber respondido con humildad, agradeciendo ese consejo invaluable.
Pero eso no fue lo que pasó. Caín no escuchó a Dios. Yo creo que fue a ver a otro psicólogo.
A un terapeuta que validó sus sentimientos y lo invitó a “rumiar” su miseria. Que lo escuchó, lo comprendió, lo abrazó emocionalmente y le dio la razón en todo. Tal vez le dijo: “Lo que te pasó es terrible, es una injusticia. Todos somos iguales ante Dios”. Y quizás insinuó que el verdadero culpable era Hebel, que había hecho una ofrenda ostentosa para dejarlo mal parado. “Hebel te humilló”, le dijo.
En ningún momento ese terapeuta habló de responsabilidad personal, ni de cambiar la actitud, ni de cómo mejorar. En esa terapia, Caín no aprendió nada. Pero le encantó. Salió convencido de que no había hecho nada malo. Que no tenía que cambiar en nada. Que no debía mejorar ni esforzarse más. Y ahora lo veía todo con mucha claridad: el problema no era él, era su hermano.
Hebel ya no era un ejemplo a seguir, alguien de quien aprender e inspirarse, sino un enemigo. El éxito de Hebel se transformó en una amenaza. Y en su mente, Caín justificó todo: “Mi hermano fue arrogante, ostentoso, capitalista. Me humilló con su ofrenda. Quiso mostrar que él es mejor que yo”.
Y un día, cuando estaban en el campo, tras una discusión, Caín, lleno de ira, golpeó a su hermano y lo mató.
La historia de Caín y Hebel se repite desde entonces. Es cierto que algunos seres humanos fracasan a pesar de su esfuerzo, por circunstancias fuera de su control. Pero muchos fracasan porque no hacen todo lo que podrían hacer. Y desde la comodidad de su ineficacia, miran a los que triunfan y, en vez de aprender de ellos o inspirarse, se llenan de envidia y resentimiento, y se declaran víctimas. Nunca miden el esfuerzo, solo los resultados. Y si el resultado del otro es mejor, lo interpretan como una injusticia.
Encima encuentran validación en amigos, ideologías, discursos políticos o incluso ciertas terapias —la llamo “la terapia de Caín”— que hacen más daño que progreso. Esa terapia que solo valida, comprende y consuela, pero no exige un cambio de actitud cuando es necesario. Esa terapia no ayuda: encierra a la persona en su propio laberinto emocional. La convierte en adicta a la validación y dependiente de quien se la da.
El terapeuta que nunca desafía, que nunca incomoda, puede mantener al paciente agradecido y fiel por años… pero sin crecer.
Caín no necesitaba sentirse mejor. Necesitaba ser mejor.
Y esa sigue siendo, miles de años después, la diferencia entre la terapia divina y la bad therapy: una te ayuda a crecer, la otra solo te da la razón.