Algunos hombres son más ángeles que hombres. Es el caso de Ribbí Saadiá Benzaquén z”l, mi primer maestro. Lideraba la hermosa sinagoga de la calle Piedras, que sólo se llenaba en Rosh Hashaná y Yom Kipur, porque su amada comunidad marroquí argentina, a la cual pertenecían mi padre y mi abuelo, no contaba con numerosos feligreses que concurrieran asiduamente a las Tefilot diarias o semanales. El Rabino Benzaquén era un gran líder, un visionario con grandes ambiciones para el pueblo judío. Pensaba que la comunidad de Argentina necesitaba imperiosamente rabinos jóvenes y bien capacitados, que pudieran enfrentar los desafíos del presente; que manejaran un vocabulario lo suficientemente sofisticado como para comunicarse con los jóvenes profesionales que se asimilaban cada vez más y no entendían a los rabinos mayores. Quería formar líderes rabínicos que fueran elocuentes y capaces de expresar las eternas ideas de la Torá en un lenguaje moderno. Corría la mitad de la década del ’70. Me parece que Ribbí Saadiá, como muchos otros genios, fue un adelantado. No contó con el apoyo de instituciones que lo ayudaran a crear un semillero rabínico ortodoxo, pero eso no lo hizo desistir de su sueño. Lejos de rendirse, se dedicó a preparar en persona a sus propios alumnos: los motivó a cursar estudios de Torá dirigidos a la obtención de la ordenación rabínica.
Yo fui uno de esos privilegiados. En 1980 Ribbí Saadiá se enteró de que el Rab Yaakob Eljarrar z”l oriundo de Marruecos español estaba comenzando un Kolel de Dayanim —una escualos de altos estudios rabínicos— y le pidió que organizara un programa especial de Rabinato para tres de sus alumnos. Con 19 años tuve el privilegio de ocupar uno de esos lugares. Dejé por la mitad mis estudios en Yeshivá University y me fui a Israel, al Kolel de la calle HaTurim 4, al lado del mercado Majané Yehudá, en Jerusalem. El Kolel se llamaba, creo, Zejor Ledavid y contenía la biblioteca del célebre Ribbí Itzjak Bengualid, la luminaria de la judería de Tetuán, ciudad donde habían nacido mis abuelos y Ribbí Saadiá. Por insistencia de Ribbí Saadiá, el Rab Eljarrar nos consiguió el mejor maestro posible, el hoy famosísimo Rabino de Baqaa, Jerusalem, y candidato a Rab HaRashi de Israel, el Rab Eliyahu Abergel Shelita. Bajo la dirección del Rab Abergel y del Rab Eljarrar y con la constante supervisión de Ribbí Saadiá, su hijo Rab Abraham Benzaquén, el Rab Mijael Acrich y yo estudiamos intensamente durante unos cuantos años. Pasamos cuatro exámenes en la Rabanut Harashit de Israel y obtuvimos la ordenación rabínica, cumpliendo así uno de los sueños de Ribbí Saadiá.
Pero esto fue solo un aspecto de lo que hizo por nosotros. También nos proporcionó una gran preparación en un área clave para un rabino comunitario: nos enseñó a hablar en público. Esto ocurrió un poco antes, cuando yo tenía 15 años. Mi niñez había transcurrido en Castelar, provincia de Buenos Aires. Luego de mi Bar Mitzvá, celebrado en el templo de Piedras, el santuario del Ribbí, mis padres decidieron mudarse a la Capital: estaban preocupados porque mis hermanas y yo estuviéramos en un ambiente judío. Compraron un pequeño departamento en la calle Chacabuco, en el barrio de San Telmo. Eligieron ese lugar exclusivamente por la cercanía con el templo de Piedras. Los encuentros donde nos preparaba para hablar en público tenían lugar los Shabbatot por la tarde. No es fácil describir lo que era compartir un Shabbat con Ribbí Saadiá. Luego de almorzar con mi familia me apresuraba a llegar a su casa en la calle Sargento Garay. Entrar al edificio era una aventura, porque el portero nunca estaba disponible. Me veo a mí mismo gritando a todo pulmón desde la planta baja hasta el segundo piso: “¡Alberto! ¡Albertoooo! ¡Albertooooooo!”. Seguía así hasta que Abraham bajaba a abrir la puerta. Ya dentro de la casa estudiábamos Guemará y Mishná Berurá hasta la hora de seudá shelishit, que por razones de fuerza mayor teníamos que hacer antes de Minjá. Ribbí Saadiá se sentaba a la cabecera de la mesa, durante muchos años junto a su padre Abraham y su querida esposa Rajel, que pasaba más tiempo de pie que sentada, atendiendo a sus invitados de honor: el puñado de alumnos de Ribbí Saadiá. Doña Raquel nos servía unas deliciosas rosquitas dulces, almibaradas y esponjosas y un embriagante té con yerba luisa. En ocasiones especiales también nos deleitábamos con fiyuleas, unas masas crocantes de hojaldre enrolladas, también almibaradas. Luego de la majestuosa seudá shelishit caminábamos todos juntos a la sinagoga de Piedras. El tiempo normal hasta llegar debía ser diez minutos, pero nunca demorábamos menos de media hora. ¿Por qué? Porque Ribbí Saadiá se detenía a saludar a todos los vecinos que encontraba en su camino. Todos: el diariero, el farmacéutico, el verdulero, las vecinas que limpiaban las veredas y los señores que estaban sentados en la mesita de afuera de un bar jugando al truco. Conocía a todos por su nombre. Y su saludo no era un formal “buenas tardes”, sino toda una conversación en la que el tema siempre eran ellos: los vecinos, sus padres, sus hijos, sus familiares. Ribbí Saadiá les preguntaba por todos con mucho interés. Los vecinos, como no podía ser de otra manera, demostraban un gran respeto y mucha admiración por ese hombre tan especial que se interesaba por todos ellos. Era media hora de Quidush HaShem.
Cuando por fin llegábamos a la sinagoga, Ribbí Saadiá nos hacia sentar arriba, en los asientos reservados para los “futuros rabinos” y para Samuel Chocrón, su secretario, jazán asistente y prácticamente su hijo adoptivo. Meldábamos (rezábamos) Minjá y luego llegaba el momento esperado. Teníamos que hablar en público. Éramos tres o cuatro oradores. La derashá (el discurso rabínico) debía durar unos cinco o diez minutos. Nos preparábamos lo mejor que podíamos tratando de seguir las indicaciones de Ribbí Saadiá: que lo que habláramos sea claro y relevante y que nuestro discurso tuviera un mensaje aplicable a la compleja vida moderna. Dicen que hablar en público es el miedo humano número uno, más intenso que el miedo a la muerte o a las serpientes. Obligarnos a hacerlo era la mejor (o la única) manera de ayudarnos a superar ese temor. Contábamos con dos ventajas estratégicas fundamentales. Primero, que en la sinagoga no había una gran cantidad de público. De hecho, aparte de nosotros había allí unos siete u ocho hombres más, todos de una edad bien avanzada y con mucha facilidad para quedarse dormidos. En ese laboratorio ideal de oratoria nos podíamos arriesgar a hablar sin temor a pasar un papelón, porque aunque nuestro discurso fuese un desastre —lo cual no era poco común— “no pasaba nada”. Recuerdo que una vez mientras daba mi derashá sufrí una laguna. Mi cerebro se bloqueó, se paralizó por completo, y no me sabía cómo seguir. Hay que tener en cuenta que parte de la privilegiada preparación que tuvimos fue que, por ser Shabbat, estábamos forzados a memorizar nuestro discurso y no podíamos leerlo ni tener notas. Estuve sin hablar durante un interminable minuto. Pasé un poco de vergüenza, pero al rato todo se olvidó. Porque la intensidad del papelón era tan baja como el número de oyentes.
El otro elemento estratégico era el señor Moisés Gozar. Una persona muy especial. Socio, o sospecho que cómplice, de Ribbí Saadiá en nuestra preparación para la oratoria. El señor Gozar (no sé si alguna vez conocí su nombre de pila) era una persona mayor, pero de muchísimo porte. Alto, delgado, energético, impecablemente vestido con un elegante sombrero marrón. Lo más parecido que recuerdo a un caballero inglés. El señor Gozar tenía una mirada penetrante y prestaba total atención a lo que decíamos. Pero no así nomás, sino de manera activa: sus ojos nunca se desviaban del orador de turno y a veces se abrían más que de costumbre, elevando sus frondosas cejas, en un gesto de aprobación a las ideas que estábamos articulando. Claro que yo, y creo que a todos nos pasaba lo mismo, no podía dejar de mirar al señor Gozar. Prácticamente le hablaba a él. Trataba de ir por el premio mayor: su sonrisa de beneplácito, equivalente a sentir un gran aplauso o una ovación emanada de su rostro. Los permanentes gestos aprobatorios del señor Gozar eran increíblemente estimulantes para nosotros, los aprendices de oratoria. Para nuestra satisfacción, cuando todos habíamos terminado nuestros discursos, se reunían los expertos: Ribbí Saadiá y el señor Gozar, a repasar en voz alta, analizar e, inevitablemente, elogiar frente a nosotros la gran calidad de los discursos, el altísimo valor de las ideas y la brillantez de los oradores. Era un desborde de loas, que nosotros ingenuamente nos la creíamos, y así nos ayudaba a inflar nuestros egos, nos hacía perder el miedo a hablar en público y nos estimulaba a esmerarnos aún más el siguiente Shabbat. Así fue como Ribbí Saadiá Benzaquén nos preparó para disertar en público y para ser mejores rabinos de cara a un mundo con un ritmo de vida cada vez más complejo.
Rab Yosef Bitton