Cuando un presidente se equivoca

En su tratado acerca de la Teshubá, Maimónides explica lo difícil que nos resulta admitir nuestros errores, y todos los ejercicios mentales que somos capaces de hacer para engañarnos a nosotros mismos y justificar nuestra equivocación. Hacernos cargo de nuestras torpezas -en hebreo: hakarat hajet- es probablemente el paso más difícil en el proceso de Teshubá, arrepentimiento frente a Dios o frente al prójimo.
En los días previos a Yom Kippur se espera que actuemos de una manera diferente: que dejemos de jugar el papel de abogados de nosotros mismos y adoptemos el papel de fiscales. Que evaluemos nuestros errores con la misma severidad que examinamos los errores de los demás. Admitamos que la “objetividad» no es un estado mental natural. Naturalmente tendemos a justificar nuestras equivocaciones y todo lo que hemos hecho se vuelve correcto ante nuestros propios ojos.

El caso del Rey David es típico. El Rey cometió un terrible pecado. Estuvo con una mujer casada y envió a su esposo, un valiente soldado, a una muerte segura en el frente de batalla. David no se arrepintió por el llamado de su propia conciencia. Tuvo que ser el profeta Natán, enviado por Dios para amonestar al Rey, el que lo ayudara a darse cuenta de la gravedad del pecado que había cometido. Natán tenía un plan. Llegó a la corte del rey David y le pidió audiencia para que emitiera su veredicto sobre un supuesto caso de robo. Recordemos que en ese entonces, el rey también era el juez supremo. Natán le presentó un caso ficticio para que el Rey lo juzgara: un hombre muy rico poseía cientos de animales. Su pobre vecino solo tenía una ovejita. Un día, el hombre rico recibió a un invitado importante en su casa. Pero le dio lástima tener que sacrificar a uno de sus propios animales y entonces el hombre rico decidió sacarle la oveja a su vecino, y sacrificarla para su invitado. El rey reaccionó con enojo ante esta injusticia. y dijo: «¡Ese hombre (= el rico) merece morir!» Entonces el profeta Natan se volvió hacia David y le dijo con mucha dureza: Atta ha-Ish…. “¡Tú eres ese hombre!”.

El rey podía haberse enojado con Natán, reprocharle su osadía y hasta condenarlo muerte por desacato contra el rey. Eso hubiera sido, digamos, lo normal, lo esperable en un soberano que por lo general no se excede en humildad. Pero el Rey David actúo de manera diferente. La perspectiva de la historia que relató Natán lo forzaba ahora a ver sus propios hechos con objetividad. Y habiendo ya dictado la dura sentencia de muerte contra sí mismo, llevado quizás inconscientemente por su sentimiento de culpa, el Rey David reconoció su grave error. Se arrepintió y confesó humildemente: «Jattati laHaShem …», «He pecado contra Dios».

Debido al daño irreparable causado por estas transgresiones, la infidelidad y el asesinato, a David no le fue permitido construir el Bet-haMiqdash, tal como lo había planeado. Pero Dios aceptó su arrepentimiento. Su hijo Salomón construye el Templo y el dinastía monárquica en el pueblo judío continuó con la descendencia de David. El Mashiaj, el rey que será proclamado cuando Israel regrese a su tierra y que construirá el Bet haMiqdash, será tanque un descendente del Rey David.

Lecciones que aprendemos del Rey David.

Los soberanos también se equivocan. Pero les cuesta más reconocerlo y admitirlo.

Un mandatario suele usar todo su repertorio para minimizar su culpa. Diciendo “Yo no fui». O termina haciendo lo que hizo Adam, el primer hombre, que le echó la culpa a su esposa…

La soberbia, que no lo deja reconocer sinceramente su falta, inevitablemente lo lleva a enredarse más en mentiras y argumentos interminables que le dificultan cada vez más admite la falta y pedir perdón.

No hay nada más conductivo a la aceptación del arrepentimiento que la confesión total, sin vueltas y lo más inmediata posible de la falta cometida: si uno con humildad reconoce que se equivocó, las puertas de la comprensión se abren.